El sol nos regaló uno de esos días
calientes y llenos de fuego,
yo al verte, sentí tu sed
y llevé agua a tus raíces;
y mientras mojaba la tierra en la que vives,
sentí la visita inesperada
de a quien trajiste para darme las gracias,
voló a mi lado y se posó en una de tus ramas,
me miraba y me decía algo,
no lo escuchaba con los oídos,
sino con el corazón de campo
que mis abuelos y mis padres educaron;
maravillado, le tomé fotografías,
y en silencio, admiré su belleza,
disfruté su compañía que bañado en inocencia, me regalaba,
tan cerca como la pureza de su ser me recibía.
Y lo veía y me veía,
Y a través de su mirada y su vuelo alegre,
tu me agradecías;
no eras el pájaro, ni eras el encino,
eras el planeta entero,
dando gracias al ser humano
por cuidar de ti;
eras la madre, acariciando a su hijo,
con la sombra de un árbol y la visita de un ave,
quien a su vez respondía,
en una devolución amorosa
de cuidados y alimentos
que de ella, aprendió.
Bendita armonía,
los tiempos perfectos en los que
todo se da y todo se recibe
en una integración total
de la vida de todos y de todo,
de la madre y el hijo,
en la voluntad del padre.