Y el río siguió su cauce,
a veces la lluvia lo acompañaba,
era cuando más fuerte él se sentía,
tanto así, que le pidió a la lluvia,
que lo siguiera hasta el mar.
La lluvia accedió:
unas veces, fue tormenta,
otras tantas, fue llovizna,
y de vez en cuando,
una simple neblina,
que acariciaba a su río,
antes de que el sol los viera.
El río amaba a su compañera,
y la lluvia lo amaba a él;
ella hacía su parte,
en plenitud constante,
mientras él la reflejaba,
en la calma de su pureza,
para que ella viera su belleza:
dos bellísimos amantes.
Hasta que llegó el momento
de desembocar en el mar,
el río lloraba en sus propias aguas,
de pensar que ya no vería a su amada.
El sol, conmovido por la escena,
recibió en la playa a ese río,
y con los rayos cálidos de un padre,
lo elevó hasta el cielo,
donde la lluvia ya lo esperaba,
con unas nubes suaves donde
se hicieron uno de nuevo.