Por Atahualpa Irigoyen
Era un amanecer distinto, silencioso y calmo, no se escuchaban los pájaros y la luz del sol ya atravesaba las cortinas y despertaba mis párpados. Abrí los ojos y miré el reloj; éste estaba detenido, de nuevo en las 3 horas con 33 minutos y 33 segundos, igual que la última vez; tomé con mi mano el vaso de agua para beber y mis manos traspasaban el vidrio sin poder agarrarlo y sin embargo, el agua sació mi sed. ¿Qué estaba pasando?
Volteé a ver la cama y ahí estaba yo, seguía dormido, respirando y descansando.
– Menos mal – pensé – es sólo un sueño.-,
y al pensarlo, me di cuenta que había leído la hora, cosa que según sabía, no se puede hacer al estar soñando. Ví mi libro de cabecera y leí la última frase que indicaba el marcador: «Maestro ¿dónde se haya el fuego de la vida?.»
Abrí la cortina y no se veía la calle, solo la luz que entraba a través de la ventana. Era cálida también, justo como el sol. Ví mi cuerpo con ternura y al sentir tal sensación, aparecí en ese bosque, con esa cabaña y la chimenea prendida. Me dirigí a su interior.
-¡Hola!, ¡¿hay alguien en casa?!- pregunté sin obtener respuesta.
Avancé hacia el centro de la cabaña, justo enfrente de la chimenea y me senté en una de las dos mecedoras de madera que estaban ahí. Ví el fuego y calenté la palma de mis manos.
-Es un fuego muy amable – se escuchó una voz sutil.
Al ver de nuevo la otra mecedora, ya estaba ahí acompañándome un hombre grande, muy alto y barbado, pelo largo y orejas puntiagudas, vestido en una túnica cuyo color cambiaba según se reflejara el fuego en ella. Me inspiraba ternura, protección y compañía.
– ¿Quién eres? – pregunté intrigado.
– Tu guía – me respondió el viejo – es momento de que recuerdes algo. –
– ¡Claro!, ¿de qué se trata? – añadí con interés.
– ¿Sabes para qué elegiste venir a la tierra? – me preguntó.
– Ehhh, ¿Para vivir? – respondí obviando la respuesta.
– Tu ya no necesitas vivir de nuevo una vida humana. Decidiste venir a la tierra en servicio. – Me ilustró el guía.
– ¿Servicio?, ¿Servir a quién? – pregunté.
– A quienes necesiten vivir la vida conscientes – me dijo y al responder, me dió una taza de té – Toma, bébelo, te hará recordar. –
Bebí el té y al instante, me ví ahí, en ese «lugar» de color violeta, donde comentábamos el estado de la humanidad.
– ¡Ya no tiene caso! – decían unos.
– ¡Están a punto de lograrlo! – decían otros.
– Iré con ellos. Lo lograrán, solo hay que mostrarles la verdad. – les dije a todos.
En ese instante regresó mi conciencia a la cabaña con el guía.
– Ya lo recordé Aldebarán – le dije al viejo – vengo a mostrarles la verdad.
– ¡Excelente mi pequeño, ya es tiempo!. Gaia requiere completar su regeneración. – Me informó.
– Enterado. – Respondí y al ver la fogata en la chimenea, añadí – ¡Usaré el fuego!.
– ¡A tí se te ocurrió!, jajajaj – reía Aldebarán, mientras yo tomaba un leño de la chimenea y salía de la cabaña.
Estando afuera de la cabaña, en el bosque, observé el fuego del leño que traía en la mano, justo directo a la parte más brillante y al sentir tal sensación, estaba de nuevo en la habitación, ahora del lado de la ventana, era yo la luz que llegaba a ella, cálida como el sol. ¡Así era como mostraría la verdad!
A partir de ese momento, el sol iluminó a todos los seres del planeta de una manera diferente, y sutil al mismo tiempo, tan sutil que no notaron la influencia del astro en ese instante, pero sí al vivir su vida, era un tanto más gozosa, como más presente, los colores eran más vivos y la vista alcanzaba a ver más; los nuevos seres humanos que recién llegaban al planeta, los recién nacidos, lo hacían con naturalidad y ahora sí, recordándolo todo el tiempo y envolviendo a los más viejos en la nueva dinámica de la vida. El despertar había comenzado y de nuevo el sol, fue el protagonista.
FIN
(foto de Jordan Wozniak)